CHELO Y ENRIQUE, MIS PADRES

Dos historias diferentes. Mi madre tenía muy buena mano para la cocina. Sus platos eran sabrosos, abundantes y saludables. La primera imagen que he recordado escribiendo estas líneas es de la época en la que yo tenía unos 10 años. Acababa de cambiar de colegio y ya no sufría el suplicio de comer fuera de casa. Al ir a casa a mediodía empecé a disfrutar de su cocina... aunque no siempre. Como todo niño no era amigo de las acelgas, repollos, coliflores, etc, que aparecían de vez en cuando. Pero siempre había otros platos, algunos que no he vuelto a comer desde hace muchos años. Pimientos rellenos, un arroz que empezó como imitación de la cocina china que tanto le gustaba y a la que nunca se pareció, judías pintas, patatas rellenas, chipirones... Solamente tenía una pega. En ocasiones pensaba que cuantos más ingredientes de calidad llevara un plato mejor estaba. Y la cocina no es cálculo. De mi padre podríamos que es la revelación de la temporada... sin haber sido nunca una promesa. El único recuerdo culinario de mi padre es un sandwich con quemaduras de tercer grado. De eso hace unos 30 años y nunca más le dejaron aparecer por la cocina. Cuando mi madre nos dejó, después de una rápida enfermedad hace casi dos años, mi padre lejos de caérsele la casa encima, nos sorprendió. Hace su compra, devora programas de cocina y también es autodidacta sorprendiéndonos con alguna creación propia. Quién te ha visto y quién te ve, papá.